Para Jorge Luis Borges (1899-1986), una biblioteca siempre fue un universo en cuyo centro habitaba él mismo, igual a una divinidad que delira. Porque la biblioteca borgiana es un número “indefinido, y tal vez infinito”, de galerías cubiertas de libros que conforman un laberinto inalterable; una geometría mitológica que abarca todos los libros del mundo y que el autor argentino bautizó como La Biblioteca de Babel, dando título a un cuento en el que situó su universobiblioteca formado por infinitas salas hexagonales donde se encontraría el “catálogo de catálogos”.
Hay quien todavía no se lo cree, pero si el universo no cabe en una biblioteca, siempre encontrará sitio en nuestra imaginación. Va a ser en el cuento La Biblioteca de Babel, en la nota a pie de página, donde aparezca el nombre de Letizia Álvarez de Toledo, pintora y amiga de Borges, para quien una biblioteca así resulta inútil, ya que, según ella, “bastaría un solo volumen (…) de formato común que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas”. Y es aquí, a continuación, cuando Borges hace un inciso para citar al matemático Bonaventura Cavalieri (1598-1647) quien consideraba las figuras planas como un conjunto infinito de rectas paralelas y a los cuerpos sólidos como una superposición de un número infinito de planos.
Esto es sólo un ejemplo de los muchos que podemos encontrar leyendo a Borges. La editorial Lumen acaba de reeditar sus Cuentos completos, una colección íntegra de ficciones donde la paradoja matemática y el rigor científico se combinan con la fábula, convirtiendo así cada uno de sus textos en una pieza mágica, semejante a aquel objeto descubierto en el sótano de una casa de la calle Garay, al pie de la escalera, y que Borges bautizó como El Aleph; una esfera de 2 o 3 centímetros de diámetro que contenía el universo entero, sin disminución de tamaño; un universo donde la lógica y el absurdo se complementan y convierten la lectura en un viaje en el que la precisión científica juega con el acto artístico.
Pero Borges no se queda sólo en la ficción, llegando a recrear las matemáticas de Cantor en uno de sus ensayos, el titulado La doctrina de los ciclos donde, según cuenta, cada punto es el final de una infinita subdivisión. Con ello, el universo es una sucesión infinita de términos, lo que convierte la concepción filosófica de Nietzsche del eterno retorno en un sofisma.
Puesto a seguir refutando a Nietzsche, y tomando a este como referencia, Borges cita la segunda ley de la termodinámica donde los procesos energéticos son irreversibles. El calor no vuelve a la forma de luz, asegura Borges. “Esa comprobación, de aspecto inofensivo, anula el Eterno Retorno”. Hay en la literatura de Borges una tensión científica entre luces y sombras que origina formas geométricas, un estilo muy personal favorecido por una selección matemática que consigue colocar un punto en el espacio para definir una sintaxis precisa; una combinación de palabras reflejadas en su justa medida a lo largo de una galería de espejos infinitos.
Leyendo a Borges descubrimos que la realidad debe su existencia a la imaginación y que un instante contiene su propia eternidad, de la misma manera que una gota de agua contiene el sabor del océano entero; leyendo a Borges comprendemos que la capacidad predictiva de la ciencia no sería tan predictiva sin imaginación que la represente.
Por todo ello, es posible imaginarnos a Borges igual a una divinidad que delira en el centro de una biblioteca infinita y en continua expansión.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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