Chile ha cerrado con un plebiscito este domingo cuatro años de proceso constituyente con un nuevo intento por cambiar su Constitución. Lo ha hecho, como acostumbra el país sudamericano, con un ejemplo de civismo: mesas de votación instaladas a la hora, millones de personas esperando su turno tranquilamente para sufragar, votaciones expeditas, líderes políticos con una actitud de Estado y un Servicio Electoral que cuenta con el respeto de todos. En la papeleta, dos opciones: a favor y en contra de un texto que ha sido redactado por un Consejo Constitucional dominado por las derechas, sobre todo la conservadora del Partido Republicano, una formación cercana a Vox. Las izquierdas han debido conformarse con elegir “entre algo malo y algo pésimo”, como manifestó la socialista Michelle Bachelet, presidenta de Chile en dos ocasiones, al votar por la mañana. Es por ello que este bloque ha rechazado la propuesta y prefiere, paradójicamente, que se mantenga la Constitución que data de la dictadura de Augusto Pinochet en 1980, reformada unas 70 veces desde la transición.
Para la izquierda, el texto radicaliza el proyecto neoliberal de 1980 y presenta valores alejados de la secularización y el sentido común de la sociedad chilena actual. “Esta propuesta pone en riesgo el avance de Chile en igualdad y no discriminación de las mujeres”, asegura la abogada Macarena Sáez, directora ejecutiva de la división de derechos de las mujeres de Human Rights Watch (HRW). Para los defensores del texto, en cambio, “no es una Constitución de derecha”, como dijo a este periódico uno de sus arquitectos, el constitucionalista Jorge Barrera, jefe de asesores del Partido Republicano. Sin grandes diferencias con la Constitución vigente, integra un asunto clave: propone que los bienes básicos en salud, educación y pensiones sean financiados con rentas generales, pero asegura una provisión mixta, disponiendo la existencia de un sistema estatal y otro privado.
Fueron cuatro años de proceso. Esta etapa se abrió con los acuerdos de noviembre de 2019, cuando la clase política ofreció a la ciudadanía una ruta para cambiar la Constitución. Ahora no parece nada claro que los problemas del país se originaran en ella. Hay quienes se han preguntado, como el sociólogo Eugenio Tironi, si no habría sido preferible emprender un plan más modesto de reformas socioeconómicas en vez de embarcarse en reformar el texto constitucional. Aquellos eran los peores días del estallido social que puso contra las cuerdas no solo al Gobierno conservador de Sebastián Piñera, sino a la democracia. Hubo manifestaciones masivas con diversas demandas y niveles de violencia inéditos.
Fracaso en 2022
Chile abrió entonces un proceso constituyente para intentar superar una Constitución ilegítima en opinión de la izquierda, dado su origen dictatorial. Hasta el plebiscito de este domingo, este período se ha extendido por cuatro años. Los chilenos han acudido a las urnas en cinco ocasiones para intentar superar la carta de 1980 (o de 2005, porque las últimas reformas las realizó el presidente socialista Ricardo Lagos, cuya firma está en el texto actual). Hubo un intento fallido en 2022, cuando los electores rechazaron por un 62% la propuesta de una convención dominada por la izquierda. El plebiscito de este domingo, por lo tanto, fue el segundo y último intento. Es un ejemplo de civismo porque prácticamente todos los sectores políticos saben que se trata del fin del proceso constituyente en el corto y mediano plazo.
“Sea cual sea el resultado, el proceso constituyente se cierra acá”, aseguró al votar la portavoz del Gobierno de Gabriel Boric, Camila Vallejo, militante comunista. En la misma línea estuvo la alcaldesa de derecha Evelyn Matthei, que dirige el municipio de Providencia, uno de los más acomodados de Santiago de Chile. “Lo único que espero es que finalmente cerremos esta etapa”, aseguró Matthei, la principal carta de la derecha tradicional para las elecciones presidenciales de 2025. En esos comicios habrá un competidor fuerte por la extrema derecha, el líder del Partido Republicano, José Antonio Kast, quien ganó la primera vuelta a Boric en 2021.
En Chile se habla de fatiga constitucional para explicar el cansancio de los electores, que han mostrado más bien indiferencia en este segundo intento por cambiar la Constitución. La concurrencia masiva a las urnas se explica, sobre todo, por la obligatoriedad del voto, que se repuso el año pasado y agregó incertidumbre a los resultados. Las preocupaciones de los chilenos están en otras urgencias que no se resuelven con una nueva carta.
Hay una crisis de seguridad que afecta a los más pobres. En cinco años, en Chile subió la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes de 4,5 a 6,7. Si en 2018 se cometieron 845 asesinatos, en 2022 llegaron a 1.322, según datos oficiales. El miedo de los chilenos a sufrir un delito alcanza su máximo histórico, según la Fundación Paz Ciudadana. La economía no crece hace más de una década, la educación escolar pública no sale de la crisis que comenzó ya a manifestarse hace casi 20 años, en las protestas de 2006, mientras el sistema privado de salud se enfrenta a serios problemas que podrían arrastrar al público a un desastre. Es lo que ha manifestado el presidente Boric al votar en su natal Punta Arenas, en el extremo sur del país: “Independiente del resultado del plebiscito, vamos a trabajar por las prioridades de la gente”, dijo. Su Gobierno tiene por delante aún más de dos años, hasta marzo de 2026.
Como todo plebiscito, este también polarizó al país. Lo muestran las posiciones de los expresidentes. Mientras Bachelet y Lagos estuvieron en contra, el democristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000) y el conservador Sebastián Piñera, presidente de Chile en dos ocasiones (2010-2014 y 2018-2022), votaron a favor. “Espero que aprovechemos esta oportunidad para aprobar una Constitución en democracia”, dijo Piñera.
Pero en ningún momento ha estado en juego la estabilidad de Chile ni la solidez de su democracia que, sin embargo, enfrenta múltiples desafíos, como la gran desafección ciudadana hacia la política y hacia las instituciones como los partidos, el Congreso y los gobiernos.
A partir de este lunes, Chile comenzará a sacar lecciones. Alfredo Sepúlveda, escritor y académico de la Universidad Diego Portales (UDP), piensa que este proceso ha sido “a todas luces un fracaso por donde se le mire”. “Desde 2019, violencia y pandemia mediante, el país solo se ha ido hacia abajo en todos los índices económicos y sociales” y, como resultado, “ni el texto vigente ni el propuesto representarán un pacto social real, amplio y consensuado, que es lo que se buscó desde un principio y lo único que tenía algún sentido”. Pese a ello, el autor especializado en historia de Chile reconoce que el país “se ha sostenido en una tradición democrática no escrita, que implica la preservación de instituciones, hábitos y costumbres (la Presidencia de la República, el bicameralismo, las libertades públicas, el traspaso pacífico del poder) que constituyen una especie de ley común tácita”, escribió en EL PAÍS.
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