Si se cuenta usted entre quienes jamás han oído hablar de Doctor Who, o lo ha hecho pero no ha alcanzado a entender nunca el porqué de su importancia, este es su artículo. Si, por el contrario, conoce a la perfección la condición de clásico en marcha, de obra única y de culto —la única obra de culto que sigue en antena, y producida, desde el principio, los lejanos años sesenta del siglo pasado, por una cadena pública de la hoy prácticamente extinta televisión: la BBC—, de la serie en cuestión, también. Porque, por primera vez, el mundo al completo va a disfrutar a la vez —se acabaron las cintas de vídeo enviadas por correo, la persecución del DVD con subtítulos, y el goteo de episodios en plataformas de streaming— de la transformación de un doctor. Y, siendo así, no parece casual el guiño al pasado que espera a partir de este fin de semana en Disney+ a recién llegados y seguidores del único exhabitante de Gallifrey, ese señor del tiempo —exultantemente inteligente e ingenioso— que utiliza su poder —y su fabulosa Tardis, y su destornillador sónico— para el Bien.
Los tres episodios con los que el doctor por fin aterriza en España son tres episodios especiales que conmemoran el sexagésimo aniversario de la serie —que fue creada en 1963 y, desapareció de antena en 1989 para regresar en 2005 bajo la batuta de Russell T. Davies (Years & Years) con una breve, y, según los fans, desastrosa incursión de Chris Chibnall (Broadchurch)— y lo hacen devolviendo a la vida momentáneamente al Décimo Doctor, David Tennant, el favorito de los seguidores, en un claro guiño al pasado con la intención de borrar el más inmediato presente. El inmediato presente es la temporada escrita y dirigida por Chibnall, que cometió el error de experimentar con la trama única, eliminando el episodio autoconclusivo y la cosa no cuajó. Ocurrió además que, lamentablemente, lo hizo con la única mujer que ha sido doctor en todos estos años, Jodie Whittaker, dejando una injustamente horrible sensación al respecto. El regreso de Tennant —y de su acompañante Donna Temple-Noble (Catherine Tate)— lo resetea, de alguna forma, todo.
De Douglas Adams a Harry Potter
Pero ¿quién es ese doctor? ¿Y por qué viaja en una cabina de policía de las que, en 1963, estaban por todas partes en Londres, y que es en realidad una nave espacial, la famosa Tardis, que cruza tiempo y espacio, tiene una imprevisible vida propia, y es más grande, infinitamente, por dentro que por fuera? ¿Es cierto que su sentido del humor y de la trama imposible ha formado a escritores tan dispares como Terry Pratchett y David Mitchell, y ha permitido a los creadores británicos, y también a los espectadores y lectores, no temerle a lo fantástico? La respuesta a esta última pregunta es un sí rotundo, que explica el éxito instantáneo de La guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams —quien, por cierto, fue uno de los más ilustres guionistas de la primera época de Doctor Who—, y la forma en que la condición de culto de aquello que crecieron viendo ha borrado toda frontera en el Reino Unido entre lo fantástico y lo real: la propia J. K. Rowling, y sus lectores, descienden, de alguna manera, de Doctor Who.
El doctor es un Señor del Tiempo, el único de su especie. Viaja a la Tierra, donde siempre elige, o se topa, con una acompañante, que le echará una mano salvando una y otra vez el mundo. En realidad, la galaxia, o las galaxias, cualquier planeta del pasado o el presente que se vea amenazado. Por más ridículos que sean los peligros, o los baches en líneas temporales que amenazan, como la mariposa que bate sus alas en el otro extremo del planeta, con desencadenar el caos. Le persiguen los terribles, y cómicos, Daleks, extraterrestres robot que repiten, incesantemente, una orden risible por el tono, pero terrorífica por el mensaje —“¡Exterminar!”— que ejemplifican muy bien el doble filo de la condición de un artefacto para todos los públicos perfecto: los niños se sienten ante un mundo desconocido que por momentos se vuelve siniestro, y los adultos basculan entre la maravilla y el absurdo, la sátira feroz y deliciosa que aúna un mundo —el de un ojalá aún pudiera creer— y otro —el de la realidad deformada—.
Su omnipresencia en la cultura popular —no se sorprendan si después de un visionado de cualquier capítulo empiezan a recordar la cantidad de guiños que existen dentro el género a Doctor Who: lleva aquí 60 años, y está, inevitablemente, en el ADN de casi toda ficción fantástica que se ha producido desde entonces porque no es sólo que abriera el camino, es que no ha dejado de hacerlo— la explica su genialidad, y su insistencia. Porque lo que empezó siendo una ocurrencia para dar salida a todo tipo de material sobrante —disfraces y atrezzo delirante encontrado en las bambalinas de los estudios—, y buenísimas y descabelladas ideas, en, no lo olvidemos, una cadena pública que aún hoy sujeta la serie como se sujeta una especie de amuleto, se convirtió en algo indispensable, en ese tipo de ficción que se vuelve parte de la familia. ¿O no era con un capítulo especial el día de Navidad, siempre majestuosamente brillante, con lo que el doctor mutaba y era sustituido por otro actor, evidenciando cómo de importante era una ficción de género para la principal cadena pública?
Todo es posible en Doctor Who, y el tiempo ha pasado, pero el espíritu libre de la talentosa pirueta narrativa que hace que el personaje pueda seguir sin nombre —todo lo que contesta ante la pregunta es “soy el doctor”, y de ahí el título, “qué doctor” o “doctor quién”—, o cambiar de aspecto —y reírse de ello, cuando, por ejemplo, pasó de ser joven y atlético, a viejo y canoso: de Matt Smith a Peter Capaldi—, o solucionarlo todo con un papel en blanco o un destornillador que chisporrotea, sigue intacto. Y esa libertad sirve para disparar a menudo contra todo sin que se note, o para ir tomando el pulso al momento. Que el decimoquinto Doctor sea Ncuti Gatwa (el flamante Eric de Sex Education), el primer doctor a la vez abiertamente queer y negro, es una buenísima noticia en ese sentido, como lo fue la de Whitakker. Todo debe cambiar para que nada cambie, como reza la máxima, o, mejor, todo debe hacerlo porque todo lo está haciendo, y sólo así, abierto y atento, puede un clásico seguir en marcha, quizá no acabarse nunca.
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