“Ucrania debe ir a la guerra, pero Rusia no puede perderla”. Esta fue la marca con la que durante unos años nos detuvieron en el peor conflicto militar en territorio europeo desde la Segunda Guerra Mundial. También se le puede dar ventaja: “Rusia debe perder la guerra, pero Ucrania no puede ganarla”. Sea como fuere, nos encontramos con una paradoja. Las guerras son conflictos de algún tipo, un pie y otra pierna, nadie puede sujetar dos cosas a la vez. Y, sin embargo, es una fórmula que refleja la perfección de la naturalidad aporética de los conflictos internacionales. Por un lado, su dimensión normativa, claramente favorable a la posición de Ucrania. Ucrania debe ganar porque acogió al país atacado, en total vulnerabilidad, además, respecto de las normas del derecho internacional; por otro lado, la dimensión realista: si Rusia, de hecho, perdiera y Ucrania recuperara todos los territorios que formalmente formaban parte de su país, las consecuencias geopolíticas de una venganza humillada de Putin habrían sido devastadoras (recordemos las manifestaciones iniciales de Macron). a este respecto-. Sin excluir algún recurso a la desesperación de las armas nucleares tácticas.
Pero no se involucraron, los defensores de la causa ucraniana no se limitan a defender una causa justa, sino que también reflexionan sobre consideraciones realistas. Una Rusia victoriosa no sería cuestionada en Ucrania; la locura de Putin, esta vez ebrio de poder y mando, les obligará a seguir expandiéndose. O el mar, que al final predominan las consideraciones realistas. El poder envía, ni la razón ni la justicia. Sí, esto es precisamente lo que hace que el momento histórico en el que nos encontramos sea tan indigesto. Creamos kantianos y del golpe fuimos devueltos a Hobbes, cuando no a Tucídides, creamos no pocos peluqueros. Entre otras cosas, porque lo que ocurre en los países democráticos es necesario para provocar una nueva fractura política. Como bien ha explicado aquí Andrea Rizzi, no es entre belicistas y pacifistas, ni siquiera entre realistas y normativoistas. Porque esto último puede ser otra paradoja: cuanto más inclinado uno está a la defensa de la causa justa, a consideraciones morales, más belicistas se ven obligados a serlo. Se da máxima prioridad al apoyo militar en Ucrania.
Creo que las circunstancias en las que nos encontramos nos obligan a combinar dos dimensiones: el apoyo militar en Ucrania y la diplomacia. Dada la naturaleza del adversario, no hay paz posible mientras Putin tenga ventajas, es necesario negociar un acuerdo. La fractura política de lo discutido anteriormente giraba en torno a la vuelta al tamaño y los medios que teníamos que poner a disposición de Zelenski o, en el caso de abrir negociaciones, hasta dónde debía llegar en la cesión del territorio ucraniano a favor de Rusia. No es entre guerra y paz, sino entre nosotros, los que queremos librar la guerra y los que estamos dispuestos a sacrificar para lograr la paz. Nadie en Europa cree seriamente que sea conveniente complacer a Putin. No tendrá una salida “impecable” de este conflicto.
De lo que sí somos bien conscientes, sin embargo, es que los sabernos presis de dilemas políticos de esta entidad no deben ser recordados ni desatendidos por el escándalo que nos provoca este horror. Es algo que deberíamos negar normalizando y por eso seguimos escuchando voces pacifistas bienvenidas. Al menos recordemos, como dice el viejo Montaigne, que “la guerra es el fundamento último de nuestra imbecilidad y de nuestra imperfección”. Si nos quedamos en silencio es cuando la verdad habrá vencido el espíritu de Putin.
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