María Pombo fue de las primeras influencers españolas que saltó de las redes a la prensa. Antes estuvieron Laura Escanes, Dulceida, Miranda Makaroff. De los cuatro casos, el de María Pombo es el más incomprensible. Prime Video ha estrenado una docuserie sobre toda su familia. El marido (que no tengo claro que sea humano), las dos hermanas (que salen en páginas de sociedad), los dos cuñados, los padres, y la hija de la asistenta. El mejor, el cuñado López Huerta.
La serie Pombo empieza con unas imágenes de María niña y corta a la actualidad con ella embaraza. “Soy María Pombo, me dedico a las redes… Y nada más. Es que no tengo nada más que decir”. Involuntaria confesión de una mujer a la que siguen en Instagram más de tres millones de almas. Si María Pombo se corta las puntas llega a más gente que la película española más taquillera del año. Si María fuera música, sería el hilo musical del ascensor. Y sin embargo aquí estamos, hablando de ella.
He visto el documental con cierto estupor. “¿Por qué no lo quito?”, me pregunto. Un día moriré y, en mi hora postrera, me daré cuenta de que no he leído Madame Bovary, pero sí las no reflexiones de María Pombo sobre la crisis climática. Sigo tratando de entender. Pauso el tercer capítulo y la veo junto a su familia. Me fijo en los colores desleídos, discretos, a juego. Tonos beige (el color de los muertos en vida), sofás sin mácula, vidas ordenadas. Sin prisas, necesidades, cuitas. Pensamientos lineales, seguros. Excelencia capilar. Armonía. Y entro en la seducción de un clan que vive —aparentemente— sin problemas. Gentes sin méritos ni chispa. Y barrunto que sigo viéndolo porque así evito mirar mis puntas abiertas, mi despacho desordenado y mi incierto futuro.
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